Tales from the Unconscious
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Angustia abrumadora

Cada uno estaba inmerso en su mundo. Él, detrás de mí abstraído en sus penas. Yo, apoyada en la baranda, mirando extrañada un bando de bandurrias que inexplicablemente revoloteaban sobre un jardín de Buenos Aires. Pensé que el color púrpura del cielo no era normal. Y el revoloteo frenético de los pajarracos, que parecían haber atravesado la Patagonia para augurar nada bueno, me dio escalofríos. En algún lugar de la terraza, ella jugaba al ping-pong con un contrincante sin rostro.

Un cambio repentino del viento me avisó que él había empezado a correr desesperadamente para precipitarse al vacío, empujado por una angustia abrumadora. Un sonido espantoso me aturdió los ojos y arrancó la paleta de la mano de ella. Sin querer ver, miré entré los picos largos y lo vi boca abajo, desarmado en el césped teñido de rojo. A velocidad supersónica, ella se inventó un ascensor volador que la llevó hasta él. Bajé los primeros escalones atolondrada por el dolor y, para no perder tiempo, me tiré por el hueco de las escaleras.

Luego de diez pisos de segundos interminables, vi que ella lo ayudaba a levantarse y le limpiaba la sangre, mientras lo acariciaba con sus lágrimas y le curaba el corazón a besos. Salvado en el alma, le pidió perdón con la mirada arrepentida y le agradeció su amor con más besos.

Elena

Estaba acostada, como la había visto las últimas veces. No me acuerdo si podía caminar ahora. Yo estaba parada, al lado de la cama, feliz y sorprendida de verla, con mis manos apoyadas en las suyas. Era raro verla después de lo que había pasado. Ella me hablaba, y yo la escuchaba ansiosa, mientras mamá buscaba algo en la misma habitación. No nos prestaba atención, pero ella igual me hablaba bajito para que mamá no escuchara. Me dijo al oído que había tenido una vida de excesos.

Tengo que admitir que su confesión me sorprendió. Me acuerdo de que siempre se estaba cuidando con las comidas para que no le subiera el azúcar. Y a mí me daba lástima. En las reuniones no comía lo mismo que nosotros. Cuando mamá no me veía, yo le convidaba cosas ricas, y ella disfrutaba con culpa porque sabía que en cualquier momento mamá se iba a dar cuenta y la iba a retar. Desde que se había quedado viuda, no había estado con ningún otro hombre. Cada vez que la iba a visitar, la veía rezando con el rosario blanco envolviéndole las manos ásperas de arrugas, las mismas manos que hacían las caricias más lindas. Por mamá rezaba. Para que fuera feliz más que nada. Era la persona más buena y pura que conocí. Su corazón, que se olvidaba de latir sin la ayuda del marcapasos, no sabía lo que era el rencor. No se me ocurría a qué excesos se podría estar refiriendo.

—¿Qué excesos? —le pregunté entre curiosa e incrédula.

—No te puedo contar —me respondió con un halo de misterio, mirando hacia otro lado, pero dándome a entender que esos excesos eran los culpables de que le faltara una pierna y ahora estuviera muerta.

Mamá seguía buscando eso que nunca supe qué era.

 

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