Tales from the Unconscious
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Yo no creo en las brujas, pero que las hay, las hay...

Tenía nueve o diez años y me iba a quedar a dormir en la casa de una amiguita. Al principio me entusiasmaba la idea, pero después me daba miedo dormir fuera de casa y me ponía a llorar para que papá me viniera a buscar. Las últimas veces que me quise hacer la valiente y me animé a quedarme, en medio de la madrugada me escapaba de la cama, que tenía olor a pish viejo, y me acercaba a la cama de los papás de mi amiguita para pedirles que llamaran a mi papá. Seguro que me puteaban por dentro, pero no me importaba. Una vez me hicieron un lugar en su cama. Esa noche no dormí bien. No estaba cómoda. Así que las noches siguientes que me quedé, decidí hacer más berrinche para que llamaran a papá sin dar tanta vuelta. No sé por qué siempre me arrepentía de dormir en esa casa. Durante el día la pasábamos genial. El problema era a la noche.

El día que pasó lo que pasó, hicimos de todo. Estuvimos varias horas en la pelopincho. Nos cruzamos al kiosco a comprar golosinas. Volvimos a la pile. Jugamos al Burako. Jugamos con el pato. Jugamos con el conejo. Jugamos con la vecinita. Jugamos al paredón con una pelotita de tenis. Jugamos al cuarto oscuro. Jugamos al Family Game. Nada parecía suficiente. Necesitábamos seguir jugando. Entonces subimos al altillo para jugar con la pista de autitos de los hermanos de mi amiguita, pero en lugar de ver autitos, lo que vi me da impresión hasta el día de hoy. Había restos de velas rojas y negras y figuras de santos dados vuelta. Nunca más intenté quedarme a dormir en esa casa. Todavía me da escalofríos cuando me acuerdo.

Siempre se dijo que era bruja. Pero yo pensaba que las brujas eran feas y narigonas y que volaban en escoba. Y Lilith no sabía lo que era una escoba. Cuando le conté a mamá lo que vi, abrió los ojos así de grandes y me hizo un montón de preguntas:

—¿Y qué más viste? ¿Y cuántas velas había? ¿Y de qué color eran? ¿Y cómo eran los “muñequitos”? ¿Y Lilith se dio cuenta de que viste lo que viste? ¿Y no le dijiste nada? ¿No tocaste nada, no?

No entendía por qué mamá estaba tan intranquila. La última pregunta que me hizo me dejó pensando. La verdad es que no recuerdo haber tocado algo. Dicen que si uno ve o toca un gualicho hecho a otra persona, se le pega algo de la maldición y “se le cortan los caminos”. Aunque pensándolo bien... ¿cómo supe que eran santos si estaban dados vuelta? Eso explicaría muchas cosas.

Me dan ganas de encontrarme con Lilith para encararla y preguntarle para quién era el gualicho, por qué lo hizo y cómo tengo que hacer para sacarme de encima lo que me contagié por haberlo visto (y tocado). Pero tengo miedo de que se ofenda y el gualicho me lo haga a mí.

Amigo invisible

Golpeé la puerta una vez. No me abrió. Volví a golpear, y nada. Sabía que estaba ahí porque desde afuera se escuchaba a un Neil Young distorsionado que salía de su laptop. Entonces entré, pero estaba tan ensimismado que ni siquiera notó mi presencia. Escondida detrás de la pared, vi cómo se hacía invisible centímetro por centímetro, miembro por miembro, a medida que la heroína se adentraba en sus venas. Me sentí traicionada al darme cuenta de que su invisibilidad no era natural sino producto de las drogas. Al mismo tiempo sentí lástima porque tuvo que recurrir a eso para pasar inadvertido y así escapar de la mirada de los otros. Por otro lado, no pude evitar pensar: ok, el pibe se vuelve invisible ¿y después qué? ¿Se vuelve un Robin Hood postmoderno? ¿Persigue a los violadores y asesinos en su rol de vengador anónimo? ¿Se une a los Superamigos?

—Ey, ya sé que estás ahí —grité por encima de la música.

—¿A qué viniste?

—A ver cómo estás. —Se quedó callado—. ¿A dónde vas? —insistí.

—Ya sé lo que esperás que te responda. Pero lamento decepcionarte. Que sea invisible no significa que voy a ir a salvar al mundo. ¿De qué sirve que pierda el tiempo ayudando a la gente si el mundo siempre va estar lleno de hijos de puta? Por más que algunos tengan buenas intenciones, la raza humana ya está perdida. No depende de mí. Ya no depende de nadie.

“Es como si intentara secar los océanos del mundo con una caja de Kleenex”. El símil de David Lodge resonó en mi cabeza.

—Para mí no es tan así... —le dije tratando de adivinar dónde estaba parado.

—¿A vos no te gustaría ser invisible? —me preguntó para desviar la conversación.

¿Quién no quiso ser invisible alguna vez? “Tragame, tierra”, deseé en más de una oportunidad. Volverme invisible sería ideal en ciertas situaciones.

—A veces me siento invisible. —Preferí responderle—.

—¿Y qué hacés cuando te sentís invisible?

—Sufro.

—Yo me hago invisible para no sufrir. Así desaparezco por un rato y nadie me jode.

—¿Pero no te das cuenta de que lo único que vas a conseguir así es desaparecer para siempre?

Me quedé esperando su respuesta en vano porque la puerta se abrió y se cerró exasperada. De fondo sonaba "Helpless", y la parálisis de la impotencia me envolvió sin compasión.

In Bloom

Últimamente trabajo tanto que casi no tengo tiempo para dedicarme a mí misma. Y lo que me pasó hoy lo demuestra. Después del remoloneo obligado de cada mañana, me levanté y fui al baño. Me lavé la cara para despabilarme y cuando me miré al espejo, vi dos pelos bien largos y asquerosos que me salían del bozo. Estaba todo perfectamente depilado excepto por esos dos hilos negros de más de cinco centímetros. Hice una mueca de repugnancia y me puse a revolver el cajón desesperada en busca de la pincita de depilar. No la pude encontrar en ninguno de los cajones. Así que le encargué a mis dedos el trabajo sucio de extirpar esos pelos horribles de mi cara.

Empecé por el de arriba. Tiré una vez y nada. Tiré otra vez con más fuerza, pero el pelo estaba muy arraigado y no quiso salir. Le di dos tironcitos al de abajo, que salió fácilmente. Si ya estaba asqueada por la longitud del pelo, lo que vi después me asqueó más todavía: detrás del pelo asomaba una ramita verde con hojitas y todo. No podía creer que todo eso me estuviera saliendo de un poro. Seguí tirando y tirando de la ramita, pero era algo de nunca acabar, y la piel de alrededor ya se me estaba irritando demasiado. Cuando se me ocurrió ir a buscar una tijera para que se ocupara del resto, me empezó a picar mucho la cabeza. Me rasqué fuerte y con los dedos sentí algo raro que brotaba del cuero cabelludo. Del susto lo arranqué de cuajo. Era una azucena blanca. La miré con más simpatía que a las ramitas verdes, pero igual de estupefacta.

Apoyé la flor en la mesada del baño, y al contacto con la frialdad del mármol se marchitó súbitamente. Con el pelo que no quiso salir y el otro pelo devenido en rama aún pendiendo, acerqué la cabeza al espejo para ver qué más encontraba ahí arriba. Hurgué entre mi cabellera y vi muchos capullitos blancos. Me dio pena arrancarlos. Voy a dejarlos florecer.

 

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