Tales from the Unconscious
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Home Sweet Home


Los pies descalzos se me hundían en la arena blanca sin oponer resistencia, mientras una brisa cálida me acariciaba la piel tostada por el sol. El azul turquesa del mar Mediterráneo me emborrachó los ojos y me sedujo hasta su interior. Me adentré impaciente y después me quedé flotando, mirando al cielo con los ojos cerrados por la borrachera, mientras las olas me mecían en una canción de despedida. Era nuestro último día en Tel Aviv.
Un día más aunque sea, pedí para mis adentros. No me quería ir todavía. En casa me esperaba la monotonía de la rutina, y acá todo parecía perfecto. Pero se estaba haciendo tarde, y teníamos que volver a hacer las valijas porque esa misma noche viajábamos de vuelta a Buenos Aires. Cuando inevitablemente el sol se escondió sobre el horizonte, juntamos nuestras cosas y caminamos por la Av. Ben Gurion hasta el hostel.
Mis amigas y yo entramos en la habitación a las apuradas y vimos que un grupo de hombres con cara de pocos amigos nos estaban esperando. Los saludamos nerviosas, pero se miraron entre ellos sin decir nada, y uno cerró la puerta con llave. Hablaban en árabe, y no entendíamos nada de lo que decían. Les pregunté en inglés quiénes eran y qué hacían en nuestra habitación.
—I’m afraid you’re gonna have to come with us —me dijo muy “amable” y cortante el único que tenía pañuelo en la cabeza.
En el balcón había un chico del bando hablando por celular. Cuando entró en la habitación para unirse al resto, vi quién era, se me cayó el mate de las manos, y la yerba mojada fue a parar a los zapatos del que estaba sentado en la cama. Me miró enojado, y estoy segura de que me insultó.
—Naher, what’s all this? What’s going on? —le pregunté al chico que estaba en el balcón, el chico que me había invitado a su departamento unos días atrás después de haber recorrido juntos todo Tel Aviv, el chico que se ofendió porque dormimos juntos, pero no pasó nada. ¿Se estará vengando?, pensé en un arrebato de egocentrismo. No, esto era otra cosa.
            —Oh, I didn’t know this was your room. —Se excusó realmente sorprendido de verme, mientras me llevaba al balcón para que habláramos en privado. Me dijo que no era nada personal, que sólo estaba cumpliendo órdenes de su jefe—.
            —But you told me you worked at a falafel store! —Le reproché confundida—.
            —Yes, I do that at night. —Me mintió—.
            —¿Y qué es todo esto? ¿Qué quieren de nosotras?
—I’m sorry, I don’t have time to explain. Tell your friends that you’re coming with us unless you wanna see each other’s brains scattered all over the place. —Me amenazó como si no nos conociéramos, señalando el arma que tenía el tipo de los zapatos manchados con yerba—.
Asustada, desconcertada y decepcionada, les pedí a mis amigas que hiciéramos lo que nos dijeran porque no nos quedaba otra. Las chicas asintieron con la mirada temblorosa. Cada uno de los tipos agarró del brazo a cada una de nosotras y nos obligó a bajar las escaleras y a subirnos al auto que estaba estacionado en la puerta. Naher era el conductor designado.
Estuvimos durante todo el viaje en silencio mientras ellos hablaban y se reían grotescamente. Cada tanto, Naher me miraba por el espejo retrovisor, y yo no podía creer que él formara parte de todo eso, no podía creer que lo había dejado tocarme.
¿A dónde nos llevan? ¿Van a vender nuestros órganos? ¿Nos van a violar? ¿Nos van a usar de mulas? ¿Nos van a prostituir? Ninguna opción era buena. Mis amigas no paraban de temblar. Y yo no podía dejar de hacerme películas de terror.
Llegamos a una casona alejada, y nos hicieron bajar del auto. Por más que gritamos y nos resistimos, nos encerraron en habitaciones separadas. Cuando nos quedamos solas, hablamos entre nosotras a través de las puertas para tranquilizarnos, saber que nos teníamos cerca, nos consolaba de alguna manera por lo menos. Me metí la mano en el bolsillo de la pollera, y mis dedos tocaron aliviados el celular que me había prestado mi amigo israelí para que lo llamara si necesitaba algo. Marqué el número lo más rápido que pude, pero me atendió el contestador. En el mensaje le conté todo y le di una descripción lo más detallada posible del recorrido que hicimos en auto y de la casona. Tanto detalle le di que me quedé sin batería. Justo vino Naher y vio que estaba hablando por teléfono.
—Who are you talking to dirty little slut? —Me gritó furioso para que escucharan los otros tipos, me sacó el celular de la mano y lo estampó contra la pared—.
Lo miré llena de odio mientras rezaba para que mi amigo escuchara el mensaje cuanto antes. Se sentó al lado mío en la cama y levantando la voz para que sus secuaces lo escucharan, me preguntó:
—How much do you want?
—What?
—I can pay you. Tell me. How much?
—¿Pero qué te pensás imbécil, que soy una puta? ¡No me toques! —Lo empujé indignada, y se cayó al piso—.
Se rió como un enfermo.
—I just want to be your first client, so you can practise with someone you know.
¡Pero que hijo de mil puta! Ahí entendí todo. Era una de las tantas opciones perversas que habían pasado por mi mente. Teníamos que salir de ahí cuanto antes, pero ¿cómo?. Nuestra única esperanza era que mi amigo escuchara el mensaje o no...
Naher se volvió a acercar a mí, guardó un papelito en mi mano rígida y me susurró:
—It’s just an act.
Y se fue dando un portazo. Yo cada vez entendía menos. El papelito decía “TRUST ME”. ¿Cómo hago para confiar en este esquizofrénico de mierda?, pensé descolocada.
Las chicas, preocupadas, me preguntaron si estaba bien. Les dije que sí mientras trataba de descifrar por qué me había dicho que estaba actuando. Me agaché para juntar los pedazos del celular, con la esperanza de hacerlo funcionar, pero ya no tenía arreglo. Al rato, la puerta de la habitación se volvió a abrir y entró una chica rubia, en ropa interior y llena de moretones. Tenía la mirada perdida, estaba como ida. Se acostó en la cama de al lado y prendió un cigarrillo. Ni siquiera reparó en mi presencia. Le hablé, pero me respondió algo en otro idioma, creo que era ruso.
—Do you speak English?
—No escape —murmuró sin mirarme. Me dio la espalda y se tapó con una manta llena de agujeros.
Un frío estremecedor me recorrió todo el cuerpo, y me quise morir ahí mismo. Lloré y lloré toda la noche, tratando de no hacer mucho ruido para no despertar a mi compañera. Honestamente no sé cómo hice, pero en un momento me quedé dormida, supongo que el llanto y el miedo me dejaron exhausta.
Un par de horas más tarde, abrí los ojos. Después los cerré bien fuerte con la ilusión de que todo fuera otra de mis pesadillas, pero cuando los volví a abrir, me puse a llorar de nuevo. La rubia seguía durmiendo. Me levanté de la cama y caminé hasta la puerta. Giré el picaporte y la abrí. Me pregunté por qué no le habían echado llave. Asomé la cabeza y no vi a nadie. Agucé el oído, y como no se escuchaba nada, fui a ver si podía abrir la puerta de las habitaciones de mis amigas.
            De pronto escuché disparos, y la puerta que daba a un pasillo se abrió de par en par para recibir a un cuerpo propulsado por varios disparos en el pecho. El tipo cayó al piso con la cabeza apuntándome, y los ojos muertos me miraron vacíos. Me llevé una mano a la boca para ahogar el grito horrorizado que me trepaba por la garganta. La rubia saltó de la cama, me tironeó para adentro de la habitación y cerró la puerta.
            —Shhhh. Be quiet! —Me ordenó y apoyó la oreja en la puerta—. I think your friend’s coming. —Me avisó la rubia con una sonrisa que no pude descifrar—.
            En ese momento escuchamos que se acercaron unos hombres, ahora hablaban en hebreo, pero igual no entendí nada. Uno de ellos abrió la puerta de nuestra habitación y le dijo algo al otro. Ese otro era Naher, que enseguida entró y se acercó a mí, como si la rubia no existiera. Al principio ni lo miré porque ya no sabía qué pensar de él.
            —Hey, look at me. —Me pidió con voz tranquilizadora—. You’re safe now.
            Entonces lo miré, todavía desconcertada. Pero esta vez le creí. Era como si hubiera vuelto a ser el chico con el que compartí una de las tardes más hermosas en esa ciudad maravillosa. Lo abracé bien fuerte y me puse a llorar contra su pecho firme mientras él me acariciaba y me decía al oído que todo iba a estar bien.
            —My friends... I want to see my friends. —Le pedí enjugándome las lágrimas—.
            Me llevó a donde estaban mis amigas, que tenían los ojos hinchados de tanto llorar, como yo. Nos abrazamos aliviadas porque la pesadilla ya se estaba por terminar y estábamos las tres sanas y salvas.
—Quiero ir a casa —dijo Dalila haciendo puchero y bajando la mirada acongojada.
Me dio la sensación de que estaba viendo a la nenita que conocí cuando teníamos dos años, y tuve ganas de protegerla para siempre.
            —I’m sorry for everything you’ve been through. —Se disculpó Naher sin poder mirarnos a los ojos—. You’re going home now.
            Las tres nos agarramos de las manos y seguimos a Naher hasta la salida. Todavía era de día cuando nos sacaron de ese lugar espantoso. Está de más decir que habíamos perdido nuestro vuelo. Lo único que nos preocupaba era cuánto tiempo más íbamos a tener que esperar para volver por fin a casa.
            Naher nos dijo que teníamos que ir a declarar y que después ya éramos libres. Aunque ahora había recuperado la confianza en él, necesitaba que me explicara lo que había pasado. Entonces, mientras manejaba el auto al que nos habíamos subido (que no era el mismo auto en el que nos habían llevado a la ida), nos contó que él era policía e investigaba la trata de blancas en Tel Aviv. Y se había infiltrado en esa banda porque como era musulmán, no iban a sospechar de él. También dijo que realmente se sorprendió cuando me vio en ese hostel porque nunca pensó que justo yo me iba a estar hospedando en esa habitación.
            En la comisaría, volví a llamar a mi amigo para avisarle que ya estábamos bien y le conté mejor todo lo que había pasado. Una vez que terminamos de declarar, Naher nos llevó al hostel para que buscáramos nuestras cosas y después, al aeropuerto. Cuando nos despedimos, me volvió a pedir perdón, me besó y me dijo que le gustaría que nos volviéramos a ver, que en sus vacaciones podría viajar a la Argentina para que nos conociéramos mejor. Le dije que a mí también me gustaría, pero por cortesía solamente porque la verdad es que no estaba muy segura de querer volver a verlo. Creo que se dio cuenta. Ya pasaron más de cinco años, y no volví a saber nada de él.

Tía Lala

El pelo largo color ceniza ahora le llegaba hasta la cintura. Toda su vida lo había tenido corto. Pero ya ni ganas tenía de ir a la peluquería, ni aunque estuviera a media cuadra de su casa. Tenía noventa y seis años, pero no los aparentaba. Lo que sí la delataba un poco eran la vista y la sordera. La última vez que la vi, estaba envuelta en un poncho azul y caminaba tanteando las paredes porque cada vez veía menos. Y cada vez hablaba menos. En realidad siempre fue muy hermética, y había que sacarle las palabras con tirabuzón. Era una persona muy tranquila, pero cuando se enojaba, se enojaba. De tanto en tanto mi hermana le sacaba la ropa sin avisarle, y cuando se daba cuenta se le transformaba la cara y llamaba por teléfono a casa para reclamar lo suyo. Pero Lala era una santa.
Cuando éramos chicos, esperábamos ansiosos su visita. Siempre traía dos carteras negras. En una llevaba sus cosas y la otra la llenaba de golosinas para nosotros. Había alfajores, chocolatines, Titas, Rodhesias, Paragüitas, caramelos y chupetines como para un mes. Y el vermouth y la picadita eran infaltables antes de un almuerzo con ella. A medida que pasaron los años, ya casi no salía. Ahora nosotros la íbamos a visitar siempre y tomábamos la leche con ella.
La muerte de la abuela la entristeció mucho. Lala era la última de ocho hermanos que quedaba con vida. Le propusimos que se viniera a vivir con nosotros, pero ella se resistía, quería quedarse en su casa, aunque su hermana ya no estuviera con vida. Y ahora estaba sola en ese lugar vacío y oscuro. Un día de sol la invité a pasear para que se despejara un poco. Caminamos despacito hasta la parada del 41 y la ayudé a subirse al colectivo. En un momento del viaje le sonó el celular. Cuando escuchó la voz del otro lado se le iluminaron los ojos. Quise saber con quién hablaba.
            —Con la abuela —me respondió con toda la naturalidad del mundo.
            Su respuesta me preocupó, y al mismo tiempo me dieron ganas de hablar con ella. Cuando cortó me contó entusiasmada que la abuela tenía un plan para que se reencontraran. Lo primero que pensé fue que Lala ya no tenía ganas de vivir, y ésa era su manera de decírmelo. Pero preferí seguirle la corriente:
            —¿Cuál es el plan?
            —Dijo que dentro de un rato, cuando el colectivo esté por cruzar Federico Lacroze, ella se va a catapultar desde el río, y cuando sintamos el impacto, nos tenemos que bajar para encontrarnos con ella.
            Obviamente, pensé que se estaba volviendo loca. Le acaricié la mano helada mientras trataba de inventar una excusa para explicarle por qué “el plan” no iba a dar resultado. Ahora el colectivo había doblado en Cabildo. Estábamos a menos de veinte cuadras del destino. No dijo más nada durante el resto del viaje. Lo único que hizo fue rezar.
            Ya faltaba sólo una cuadra para llegar a Lacroze. El semáforo se puso en verde, el colectivo arrancó, y se me puso la piel de gallina. Cuando el coche asomó la trompa en la avenida, cerré los ojos bien fuerte porque la sentí venir. Fue como un cachetazo de paz. Hubo una crecida tan grande del Río de La Plata que inundó todas las calles de Belgrano.
            —Ya llegamos. Acá nos tenemos que bajar. —Me recordó Lala impaciente.
Nos bajamos rápido, y el agua, inexplicablemente tibia, nos llegaba hasta las rodillas. Ahora ella era mi guía. Era como si de repente hubiera recuperado del todo la vista. Caminamos con pesadez entre la gente alborotada hasta que llegamos a un locutorio. Ahí estaba la abuela. Cuando nos vio, apoyó el tubo despacito y dijo sonriendo:
            —Aproveché para hacer unos llamaditos mientras las esperaba.
            —¡Elenita! —Lala se desprendió de mi mano y fue a abrazarla.
            Después se acercó a mí y me dio muchos besos en la mejilla.   
—Tenés que prometer que no le vas a contar a nadie que me viste, ni siquiera a tu mamá.
            Asentí en silencio. Nos abrazamos las tres durante un rato largo. Después las hermanitas se entrelazaron los brazos, me saludaron con la mano, y se fueron caminando despacito en dirección al río. Nunca en la vida las había visto tan felices. Entonces me di cuenta de que tenía la cara y el cuerpo empapados de lágrimas.
 

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