Tales from the Unconscious
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Tía Lala

El pelo largo color ceniza ahora le llegaba hasta la cintura. Toda su vida lo había tenido corto. Pero ya ni ganas tenía de ir a la peluquería, ni aunque estuviera a media cuadra de su casa. Tenía noventa y seis años, pero no los aparentaba. Lo que sí la delataba un poco eran la vista y la sordera. La última vez que la vi, estaba envuelta en un poncho azul y caminaba tanteando las paredes porque cada vez veía menos. Y cada vez hablaba menos. En realidad siempre fue muy hermética, y había que sacarle las palabras con tirabuzón. Era una persona muy tranquila, pero cuando se enojaba, se enojaba. De tanto en tanto mi hermana le sacaba la ropa sin avisarle, y cuando se daba cuenta se le transformaba la cara y llamaba por teléfono a casa para reclamar lo suyo. Pero Lala era una santa.
Cuando éramos chicos, esperábamos ansiosos su visita. Siempre traía dos carteras negras. En una llevaba sus cosas y la otra la llenaba de golosinas para nosotros. Había alfajores, chocolatines, Titas, Rodhesias, Paragüitas, caramelos y chupetines como para un mes. Y el vermouth y la picadita eran infaltables antes de un almuerzo con ella. A medida que pasaron los años, ya casi no salía. Ahora nosotros la íbamos a visitar siempre y tomábamos la leche con ella.
La muerte de la abuela la entristeció mucho. Lala era la última de ocho hermanos que quedaba con vida. Le propusimos que se viniera a vivir con nosotros, pero ella se resistía, quería quedarse en su casa, aunque su hermana ya no estuviera con vida. Y ahora estaba sola en ese lugar vacío y oscuro. Un día de sol la invité a pasear para que se despejara un poco. Caminamos despacito hasta la parada del 41 y la ayudé a subirse al colectivo. En un momento del viaje le sonó el celular. Cuando escuchó la voz del otro lado se le iluminaron los ojos. Quise saber con quién hablaba.
            —Con la abuela —me respondió con toda la naturalidad del mundo.
            Su respuesta me preocupó, y al mismo tiempo me dieron ganas de hablar con ella. Cuando cortó me contó entusiasmada que la abuela tenía un plan para que se reencontraran. Lo primero que pensé fue que Lala ya no tenía ganas de vivir, y ésa era su manera de decírmelo. Pero preferí seguirle la corriente:
            —¿Cuál es el plan?
            —Dijo que dentro de un rato, cuando el colectivo esté por cruzar Federico Lacroze, ella se va a catapultar desde el río, y cuando sintamos el impacto, nos tenemos que bajar para encontrarnos con ella.
            Obviamente, pensé que se estaba volviendo loca. Le acaricié la mano helada mientras trataba de inventar una excusa para explicarle por qué “el plan” no iba a dar resultado. Ahora el colectivo había doblado en Cabildo. Estábamos a menos de veinte cuadras del destino. No dijo más nada durante el resto del viaje. Lo único que hizo fue rezar.
            Ya faltaba sólo una cuadra para llegar a Lacroze. El semáforo se puso en verde, el colectivo arrancó, y se me puso la piel de gallina. Cuando el coche asomó la trompa en la avenida, cerré los ojos bien fuerte porque la sentí venir. Fue como un cachetazo de paz. Hubo una crecida tan grande del Río de La Plata que inundó todas las calles de Belgrano.
            —Ya llegamos. Acá nos tenemos que bajar. —Me recordó Lala impaciente.
Nos bajamos rápido, y el agua, inexplicablemente tibia, nos llegaba hasta las rodillas. Ahora ella era mi guía. Era como si de repente hubiera recuperado del todo la vista. Caminamos con pesadez entre la gente alborotada hasta que llegamos a un locutorio. Ahí estaba la abuela. Cuando nos vio, apoyó el tubo despacito y dijo sonriendo:
            —Aproveché para hacer unos llamaditos mientras las esperaba.
            —¡Elenita! —Lala se desprendió de mi mano y fue a abrazarla.
            Después se acercó a mí y me dio muchos besos en la mejilla.   
—Tenés que prometer que no le vas a contar a nadie que me viste, ni siquiera a tu mamá.
            Asentí en silencio. Nos abrazamos las tres durante un rato largo. Después las hermanitas se entrelazaron los brazos, me saludaron con la mano, y se fueron caminando despacito en dirección al río. Nunca en la vida las había visto tan felices. Entonces me di cuenta de que tenía la cara y el cuerpo empapados de lágrimas.

1 comentarios:

Tami dijo...

hermoso!
besos!!!!

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