Últimamente trabajo tanto que casi no tengo tiempo para dedicarme a mí misma. Y lo que me pasó hoy lo demuestra. Después del remoloneo obligado de cada mañana, me levanté y fui al baño. Me lavé la cara para despabilarme y cuando me miré al espejo, vi dos pelos bien largos y asquerosos que me salían del bozo. Estaba todo perfectamente depilado excepto por esos dos hilos negros de más de cinco centímetros. Hice una mueca de repugnancia y me puse a revolver el cajón desesperada en busca de la pincita de depilar. No la pude encontrar en ninguno de los cajones. Así que le encargué a mis dedos el trabajo sucio de extirpar esos pelos horribles de mi cara.
Empecé por el de arriba. Tiré una vez y nada. Tiré otra vez con más fuerza, pero el pelo estaba muy arraigado y no quiso salir. Le di dos tironcitos al de abajo, que salió fácilmente. Si ya estaba asqueada por la longitud del pelo, lo que vi después me asqueó más todavía: detrás del pelo asomaba una ramita verde con hojitas y todo. No podía creer que todo eso me estuviera saliendo de un poro. Seguí tirando y tirando de la ramita, pero era algo de nunca acabar, y la piel de alrededor ya se me estaba irritando demasiado. Cuando se me ocurrió ir a buscar una tijera para que se ocupara del resto, me empezó a picar mucho la cabeza. Me rasqué fuerte y con los dedos sentí algo raro que brotaba del cuero cabelludo. Del susto lo arranqué de cuajo. Era una azucena blanca. La miré con más simpatía que a las ramitas verdes, pero igual de estupefacta.
Apoyé la flor en la mesada del baño, y al contacto con la frialdad del mármol se marchitó súbitamente. Con el pelo que no quiso salir y el otro pelo devenido en rama aún pendiendo, acerqué la cabeza al espejo para ver qué más encontraba ahí arriba. Hurgué entre mi cabellera y vi muchos capullitos blancos. Me dio pena arrancarlos. Voy a dejarlos florecer.
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