Tales from the Unconscious
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Insultos de venganza

Cuando se dio cuenta de que su marido la había engañado conmigo, empezó a perseguirme por toda la casa con un cuchillo que escondía detrás de la espalda, mientras trataba de engatusarme fingiendo una voz dulce. Caminé hasta el final del pasillo con el corazón subiéndome por la garganta, crucé la cocina corriendo e intenté abrir la puerta, pero estaba con llave. Me metí en la habitación de servicio y cerré la puerta de un golpe. Con todas mis fuerzas, corrí un mueble enorme para que bloqueara la entrada y me quedé rezando (a no sé qué dios) para que no pudiera entrar. El mueble empezó a deslizarse y miré la ventana con cariño. Cuatro pisos me separaban de la planta baja, pero era mi única escapatoria.

Me escabullí como pude por la abertura angosta y empecé a escalar hacia abajo, apoyándome en las rejas de la ventana de cada piso. La señora del segundo pegó un alarido de horror y se volcó el té en el camisón cuando vio un par de piernas alborotadas asomándose por su ventana. Miré para abajo y se me revolvió el estómago. Miré para arriba y vi que la loca del cuchillo había logrado correr el mueble y me escupía insultos de venganza, que me hicieron perder el equilibrio. Caí el último piso agitando los brazos y las piernas, tratando de evitar lo inevitable. Cerré los ojos para no sentir el golpe y cuando los abrí, por arte de magia, me encontré en la cocina de la familia que vivía en la planta baja. La madre me preguntó si necesitaba algo.

—Sáqueme de acá —le supliqué—. Y... ¿tendría un par de zapatillas para prestarme, señora?

Se sacó las zapatillas desganada y me las dio mientras el crío que se le escondía entre las piernas me miraba los pies sucios fascinado.

—Muchísimas gracias —dije sin aliento y me fui corriendo.

Antes de salir del edificio, abrí la puerta del ascensor para demorar a la loca. Ya en la calle y sin señales de ella, desaceleré el paso, medio incómoda porque las zapatillas me bailaban. A los pocos minutos me crucé con una amiga que me estaba buscando para darme un paquete. Quise saber qué había adentro, pero no me respondió.

—Tomá, abrilo —me insistió.

—¿Qué es? —le pregunté fastidiosa. No estaba de ánimo para jugar a las adivinanzas.

—Ya vas a ver —me dijo mientras me agarraba la mano para que la metiera en el paquete.

Tuve un mal presentimiento y saqué la mano como si estuviera por quemarme.

—¡Te dije que lo agarraras, idiota! —me gruñó llena de ira.

Una ráfaga desnudó el contenido del paquete, que quedó expuesto en las manos de “mi amiga”. La miré sin entender nada. Me miró sin explicarme nada. Levantó el revólver al que le quería imprimir mis huellas. Pensé que iba a disparar, pero no. Tiró el arma al piso con tanto odio, que estalló en mil pedazos. El ruido ensordecedor hizo que los policías que estaban charlando en la esquina vinieran hacia nosotras. Mi amiga me acusó con el dedo y los uniformados se me abalanzaron como si fuera una delincuente.

Las piernas me empezaron a correr de nuevo. Harta de escapar, me metí en un club y me zambullí en una pileta llena de nenes. Nadé hasta el otro lado y salí por las escaleras, con la ropa mojada que intentaba hundirme. Me di vuelta y, por suerte, no los vi más. Atravesé una ventana que daba a una oficina. Había una secretaria detrás de un escritorio hablando por teléfono y un nene jugando en el piso. Me agaché debajo de otro escritorio y gateé en dirección a la puerta con la alfombra raspándome las rodillas. Estaba a punto de salir cuando sentí que alguien me tiraba del tobillo. Giré la cabeza y vi al nene, que se reía.

—Shhhh. —Le hice con el dedo—.

Se reía cada vez más fuerte y me preguntaba si quería jugar a que él me tenía que atrapar. Este pibe me está cargando, pensé. El pendejo no me soltaba el tobillo. Tardé un rato en librarme de esas manos molestas y crucé la puerta a gachas.

—Tomy, ¿qué tenés ahí? —Escuché que le preguntaba la secretaria—.

—Nada —dijo Tomy escondiendo la zapatilla con cara de yo no fui.

Entre curiosa y preocupada, la secretaria se levantó de la silla y fue a ver qué tenía.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó mirando en dirección a mí justo cuando se cerraba la puerta del ascensor al que me había subido.

—Uffff... —exhalé mientras apoyaba la cabeza contra el espejo del ascensor. Me olvidé de que no había apretado el botón, igual no sabía a dónde ir. Pensé que nunca me gustaron los ascensores automáticos, será por lo impredecibles que son, supongo. Me mareé un poco antes de que parara en el próximo piso. La puerta se abrió como un telón, y lo último que vi fue la ofuscación de esos ojos trastornados que me gritaban PUTA.

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