Tales from the Unconscious
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Toda la verdad

Los párpados me pesaban toneladas, y tuve que hacer tanto esfuerzo para abrir los ojos que podría jurar que me habían drogado. Traté de ver la cara del hombre que estaba al pie de la cama, pero todo era muy borroso. Sólo pude ver que llevaba un sombrero negro. Miré a la derecha y vi que mi amiga también estaba acostada, la única diferencia era que ella no estaba nerviosa. Le pregunté al hombre dónde estábamos, pero no respondió. Sólo nos dijo que nos pusiéramos de pie. Caminé hasta la puerta y la abrí: había una fila interminable de mujeres vestidas con sobretodo y sombrero rojos. Me dio la sensación de que estaban ahí porque las obligaban y ni se imaginaban lo que las esperaba al principio de la fila. Lo que más me llamó la atención fue la manera en que sonreían, como si les hubieran hecho una lobotomía.

Empecé a dar vueltas por el lugar en busca de una salida. De pronto me encontré en una habitación donde una mujer de unos cincuenta años les hacía preguntas a un grupo de jóvenes. Levantó la vista y me invitó a sentarme con ellos. Sin pensarlo dos veces, le hice caso. Todo me resultaba muy extraño y quería que alguien me explicara lo que estaba sucediendo. Pensé que esa mujer era la indicada. Pero en lugar de aclararme las cosas, empezó a indagar sobre mi vida y, muy sutilmente, intentó averiguar cuánto recordaba de lo que había ocurrido. Se quedó tranquila cuando se dio cuenta de que yo no tenía idea de dónde estaba ni por qué.

Después me mandó a ver al médico para que me armara la historia clínica. Nunca supe con qué me habían drogado, pero respondí a todas sus preguntas sin cuestionarlos. Todos eran muy amables y querían que nos sintiéramos cómodos. Cuando el médico decidió que ya tenía toda la información que necesitaba, me dejó ir. Salí a la calle y vi a varias muchachas preparándose para ir a la playa. Todas estaban vestidas de rojo, como las mujeres de la fila. Entre ellas estaba mi amiga. Me apuré para alcanzarla, la tomé del brazo, y se dio vuelta. Para mi sorpresa, se quedó mirándome un rato sin reconocerme.

—Ey, soy yo, nena. ¿Estás bien? —le pregunté preocupada.

En lugar de responderme, me miró enajenada. Seguí hablándole, tratando de que dijera algo. Pero lo único que hacía era sonreír como una descerebrada. Mi intranquilidad se convirtió en desesperación, y empecé a correr lo más rápido que pude. Corrí y corrí hasta que las piernas no me respondieron más y me desplomé en el piso. Mientras trataba de recuperar el aire, observé los alrededores desde abajo y vi que el hombre de sombrero negro se acercaba a mí. Se me puso la piel de gallina cuando por fin pude verle la cara. Me ayudó a levantarme y me dijo con voz intimidatoria:

—Tenés dos opciones. O borro de tu memoria lo que viste y te dejo ir, o te quedás acá y te cuento todo.

—Soy toda oídos —contesté automáticamente.

Cuando terminó de contarme toda la verdad, me desvistió, me cubrió el cuerpo desnudo con un sobretodo rojo y la cabeza con un sombrero del mismo color. Ahora no puedo borrar esta sonrisa ridícula de mi cara.

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