Tales from the Unconscious
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Luces calientes atraviesan mi mente

Me dieron la noticia de su muerte, y no se me cayó ni una lágrima. No sé si fue por el shock o por mi incredulidad. Fue entonces que se me apareció su fantasma y me reprochó que me había puesto mal por la muerte de mi amiga y no por la suya.

—Deberías llorar por mí que soy tu hermana. Si tan sólo hubieras visto lo destrozado que quedó mi cuerpo después del accidente...

Sus palabras me hicieron reaccionar, sentí una puñalada en el alma, y corrí a abrazarla. Las lágrimas brotaron de mis ojos inconsolablemente. No podía parar de llorar. La abracé más fuerte y, con la voz entrecortada, le rogué que no se fuera porque no iba a poder vivir sin ella. Se quedó un rato consolándome en vano hasta que apareció la famosa luz reclamándola. Pero la chiquita me vio tan destruida que demoró su partida.

—Vas a estar bien. Te prometo que vas a estar bien. Sólo tenés que creer. Nunca te olvides de que te amo hasta el cielo estrellado. Pero ahora me tengo que ir.

Yo no la podía soltar. Pasó tanto tiempo tratando de calmarme que la luz, impaciente, se extinguió. Enseguida se encendió otra luz, roja y perturbadora. Ella se puso más pálida todavía. La luz empezó a perseguirla por la habitación, y yo me puse en el medio para evitar que se le acercara. De ninguna manera iba a permitir que se llevara a mi hermana. La luz insistió, pero como mi determinación fue más fuerte, se apagó rendida.

No quise que nos quedáramos ahí por si las luces volvían. Entonces le pedí a mi hermana que me acompañara a una fiesta a la que no podía faltar por más que quisiera. Total, ella no sabía a dónde ir. Cuando llegamos, les conté a algunos conocidos lo que nos había pasado. Si me lo hubiera contado otro, yo no lo habría creído. Todos asentían y se hacían los sorprendidos hasta que las dos Yoko Onos, que tomaban cerveza, me revelaron sin rodeos:

—Lo que contás no fue real. Está todo en tu mente. Lo que pasa es que en realidad... vos no sos lo que pensás.

Cada Yoko Ono se movió hacia un lado majestuosamente, exhibiendo un espejo antiguo detrás. La imagen que me devolvió el cristal me descolocó. Boquiabierta, me llevé una mano a la cabeza para sacarme la peluca que siempre confundí con mi pelo. Era yo, pero hombre.

Miré para atrás y, a pesar de la confusión, el corazón se me inundó de felicidad: mi hermana bailaba al ritmo de El ojo blindado con hoyuelos en las mejillas dibujados por la risa. Estaba más viva que nunca.

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