Tales from the Unconscious
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Rome vs. Paris

Una vez que conseguimos hotel, nos tomamos uno de esos micros de dos pisos para turistas, que nos llevó a recorrer la ciudad. Hacía un calor insoportable, y estaba tan cansada de dar vueltas con las valijas a cuestas que se me cerraban los ojos, y no podía escuchar lo que decía el guía. “¡Despertate tarada, estás en Roma!”, me retaba a mí misma y me cacheteaba para despabilarme.

Nos bajamos en el Coliseo. Ahí me terminé de despertar. Era imponente. No podía creer que estaba ahí después de haberlo imaginado tantas veces. Pero nos tuvimos que conformar con apreciarlo desde afuera porque empezó a diluviar como nunca había visto. Nos refugiamos contra las rejas del anfiteatro, debajo de un techito. Al lado nuestro había un tano disfrazado de soldado romano montado a un caballo que me miraba desahuciado. Me dio una pena, pobrecito…

Cuando logré desengancharme de la mirada del equino, vi a mi amiga en medio de la Via dei Fori Imperiali. No dudó en empaparse para ayudar a una pareja de yankis desesperados por proteger a su bebito de la tormenta. Deseé con todas mis fuerzas que dejara de llover; me moría de ganas de recorrer todo Roma lo antes posible. Apenas la lluvia paró, mi amiga, que estaba ansiosa por llegar a Francia, me agarró de la mano y me dijo:

—Vamos a ver la Torre Eiffel.

Yo no me quería ir todavía porque no habíamos visto nada. Pero casi no tuve tiempo de decirle que no. Cruzamos una arcada enorme y, de repente, estábamos en París.

—Vemos la torre y volvemos a Roma, eh —le advertí.

—Sisi, es un segundo nomás, ya llegamos.

Atravesamos unas calles parisinas muy pintorescas y llegamos al Champ de Mars, el lugar donde estaba la torre... rebanada en pedacitos.

—¡No puede ser! —exclamó mi amiga decepcionada al ver que la torre ya no era lo que había sido.

—¿La estarán arreglando o qué? —dije por decir algo. Todo esto me hizo acordar al llaverito que me había traído otra amiga de París, que se rompió cuando mi hermano tiró las llaves desde la terraza para no bajar a abrirle a su amigo. Sentí una tristeza, pero más por mi amiga que por mi llaverito, porque tenía tantas ganas de volver a verla que casi se puso a llorar—. Subamos igual —le dije para animarla.

Así que subimos a lo que quedaba de ella y a los pocos minutos estábamos de nuevo en la base, todavía preguntándonos cómo trescientos metros de hierro pudieron haber sucumbido así como así, mientras contemplábamos la punta de la torre moribunda en el piso. Justo en ese momento, el francés que cobraba las entradas nos empezó a explicar lo que había pasado, pero, por supuesto, no entendimos ni una palabra. Mi amiga pensó que nos quería cobrar la entrada y sacó un billete de cinco pesos. El tipo lo agarró como si nada. Entonces no tuve más remedio que darle los últimos pesos que me quedaban en la billetera.

Con mi amiga cabizbaja, emprendimos la vuelta a Italia.

—¿Viste que “Roma” al revés es “amor”? —le dije mientras les sacaba fotos a dos parisinas que se contoneaban.

—No me había dado cuenta —respondió sonriendo.

2 comentarios:

Dena dijo...

Uy... y si de repente a la estatuta de la libertad le falta la cabeza??? Si un yanqui nos viene a explicar q pasó le damos dos pesos y cruzamos la calle a Londres!

L.N.E dijo...

Si le llega a faltar la cabeza, te vamos a tener que ir a visitar a Guantanamo Bay me parece...
Y sería fabuloso ir a London por dos mangos.
Keep dreaming!

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